martes, marzo 13, 2007

Capítulo 19. A mi Agencia Tributaria.

Lo cierto es que quizás sea presa de una confusión de taquicardia. En los últimos meses, y una vez ya anclado en una rutina desesperante pero no asfixiante, mi mente suele buscar refugios en las partículas elementales de mi subconsciente. Es por ello que cuando me siento ante un cliente para proceder los trámites bancarios y una mujer, a lo lejos, se fija en mí, aunque sea de las que pertenecen al grupo de apuestas personales, es capaz de retrasar todas mis operaciones y hacer que parezca un principiante de primera al cuarto, con graves problemas auditivos y sensoriales. No solo no me doy cuenta que el cliente me está hablando sino que no caigo en la cuenta de que está a tan solo 150 centímetros de mí moviéndose y chirriando como un poseso hasta que la susodicha mujer no aparta la vista de mí.
Entre los mecanismos rutinarios de trabajos pesados y el saboir affaire de las gaditanas mis ojos han perdido la vergüenza. Actúan por entidad propia y hacen lo que quieren, aunque creo que empiezan a pedir ayuda a un músculo bucal conocido popularmente como lengua.

Hacía un par de días que no notaba la presión extenuante de mi lugar de trabajo. Hoy por desgracia o simplemente por el hecho de tratarse de martes día trece, la empezaba a notar en el ambiente entre contratos y más contratos de tarjetas de crédito.
Sin embargo y a mitad de la tarde ha aparecido ella.

Entre cotizaciones y deducciones, entre principiantes y veraneantes, y entre sus ojos y su boca no me encontraba a gusto. Una mujer francamente bonita, graciosa y de esas a las que te encantaría decirle en la cama que es santa de tu devoción. Un buen cuerpo, sutil, delicado, lleno de energía. Y lo mejor estaba por llegar. Lo mejor y la causa casi segura de mi taquicardia. Su puesto de trabajo en la Agencia Tributaria.
Inspectora de hacienda.
Y con ello, mi corazón confuso. Una inspectora de hacienda que prefería autollamarse funcionaria y que llega tarde a sus clases de hip hop. Sus ojos clavados en su nómina. Su nómina clavada en mis manos y yo sin saber porque estaba nervioso. Lo cierto es que si que lo sabía y me encantaba. Era inspectora de hacienda. No sabía si cobrarle o no cobrarle. No sabía si hacerle la tarjeta de crédito o mirarle y preguntarle sobre sus deducciones. No sabía si pedirle el teléfono o darle el mío. Cualquier cosa que hiciese iba a hacer que mi vida estuviese al borde del delito. Si encontraba que me pasaba de listo seguro que podía hacer que la justicia española me condenase por fraude fiscal o por cualquier laguna legal de las que ella seguro que estaba al corriente. Si le daba mal el cambio se quedaría con mis datos y se encargaría de hacerme la vida imposible en tan solo cuestión de segundos. Una llamada a la Agencia y ya mis tristes de por si tarjetas de casi crédito o de débito pasarían a tener saldo cero.
Mi vida estaba en sus manos. Y eso me encantaba.

Sin embargo algo me ha faltado. Y creedme que me hubiese gustado.

Firmar el contrato.