Capítulo 12. ... en el teléfono
Los dias se hacen amargos. Hace demasiada calor y no consigo apaciguar el sueño. Imagino que es un cúmulo de situaciones pero mi figura empieza a resentirse. Acostumbro a levantarme a medianoche. Me acomodo en el sillón con una cerveza en la mano. Ni siquiera el consumo ilimitado de Estrellas han hecho k mi figura adquiera una pequeña curva. Me dispongo a ver la tele siendo consciente de que esas horas infranqueables conseguirán que me presente en el trabajo con unas bolsas considerables debajo de los ojos. Hace poco que me llamaron la atención por la barba, otra vez. Añadiendo los otros avisos por mala vestimenta o por negativos en los stocks de venda, no creo que me renueven. Estos días también se están haciendo demasiado largos. El clima pesa demasiado y como dice la ley, cuanto menos hago menos ganas de hacer cosas tengo. He entrado en una mala espiral, pero entre trabajo, temperaturas y pocas motivaciones me encuentro sumergido en una especie de agujero negro que me sorbe hacia la nada. Pero esa nada es inevitable con un trabajo que me ocupa toda la actividad que hago en lo que se lleva de día.
Trabajo en un sitio donde hago unas cincuenta llamadas de media cada mañana. Un 50% de esas llamadas acaban en una negación hacia mi producto de venta bastante tajantes y en ocasiones con grandes dosis de descortesía. Un 45 % son contestadores automáticos y faxes. Otro 4% son posibles ventas pero que debido a mi ineptitud acaban siendo mas negaciones. Y luego me queda el 1%. Este se llama Rosa.
Rosa está en la base de datos de mi empresa. Es una base de datos bastante extensa y que no dispone de muchos filtros. Digamos que recoge una serie de números personales sobre empresarios de pequeños y medianos negocios a los que quieren introducir dentro de lo que es nuestro mundo empresarial. Lo cierto es que Rosa hubiese sido una buena cliente si no fuese porque hacia veinte años que se había jubilado y que con ella todo su negocio de floristería se quedó en una pequeña pensión que recibía la visita de su único hijo cada dos semanas. Rosa es una mujer con alzheimer a la que llamo cada mañana ofreciéndole mi tarjeta cliente y que siempre contesta al teléfono con una empatía asombrosa. El primer día que la llamé entablamos una conversación de unos treinta minutos que me alegraron la mañana. En esa conversación me abrió su corazón de un modo que parecía que estaba hablando con el mismísimo sobrino José, al que hacia años que no veía. Yo me encontraba en unos días bastante solitarios y me imagino que Rosa apareció como una ventana de treinta minutos de oxígeno. Lo curioso es que teniendo en cuenta la situación de Rosa, una anciana que vivía sola y con no mucha compañía, se suponía que ella era la que salía ganando con una llamada cada mañana. Una llamada que pregunta por ella y que podría mantener perfectamente una charla de hasta cuarenta y cinco minutos. Pero la verdad es otra, y es que soy yo el que más se alegra de esa llamada. No solo porque me libera durante un tiempo de esa dicotomía laboral, sino porque adoró hablar con ella. Me encanta hablar con una persona que sin conocerme parece que me aprecia por como la trato por teléfono, que se muestra tan amable a pesar de ser un dichoso comercial, porque me pregunta por mis cosas y porque, joder, parecen interesarle. Además no sé como se lo monta pero nunca me pregunta por las mismas. Siempre me pregunta por otras o utiliza una serie de fórmulas interrogativas que me dan la posibilidad de actualizarlas cada vez que hablo con ella. No sé, quizás si que se da cuenta de que la llamo cada día y lo hace por mi propio bien. Tal vez lo del alzheimer fue invención de una vieja con talante que quería volver a sentirse protagonista. Y en tal caso sería yo el que no ve las cosas con la correspondiente nitidez.
En ese caso también le doy las gracias, por ser como ser sabiendo que yo la voy a llamar cada día. De todos modos y siendo esto cierto o no, soy yo el que mas gana con esa llamada. Siempre empezamos del mismo modo y ninguna vez parece acordarse de que ya la he llamado en diferentes ocasiones. Nunca le interesa la tarjeta y lo cierto es que cuando duda, soy yo el que se niega a venderla. No está hecha para Rosa. Ya apenas viaja así que sería un gasto innecesario.
Quizás debería comprarla yo. Quizás debería empezar a viajar un poco. Debería salir esta misma noche y pasar la noche en un hotel de lujo como los que oferto. O salir por la noche barcelonesa y encontrar a alguien. Una chica que me cogiese de la mano y me trajese comida japonesa. Simplemente.
Así dejaría de llamar a Rosa y la llamaría a ella.
Trabajo en un sitio donde hago unas cincuenta llamadas de media cada mañana. Un 50% de esas llamadas acaban en una negación hacia mi producto de venta bastante tajantes y en ocasiones con grandes dosis de descortesía. Un 45 % son contestadores automáticos y faxes. Otro 4% son posibles ventas pero que debido a mi ineptitud acaban siendo mas negaciones. Y luego me queda el 1%. Este se llama Rosa.
Rosa está en la base de datos de mi empresa. Es una base de datos bastante extensa y que no dispone de muchos filtros. Digamos que recoge una serie de números personales sobre empresarios de pequeños y medianos negocios a los que quieren introducir dentro de lo que es nuestro mundo empresarial. Lo cierto es que Rosa hubiese sido una buena cliente si no fuese porque hacia veinte años que se había jubilado y que con ella todo su negocio de floristería se quedó en una pequeña pensión que recibía la visita de su único hijo cada dos semanas. Rosa es una mujer con alzheimer a la que llamo cada mañana ofreciéndole mi tarjeta cliente y que siempre contesta al teléfono con una empatía asombrosa. El primer día que la llamé entablamos una conversación de unos treinta minutos que me alegraron la mañana. En esa conversación me abrió su corazón de un modo que parecía que estaba hablando con el mismísimo sobrino José, al que hacia años que no veía. Yo me encontraba en unos días bastante solitarios y me imagino que Rosa apareció como una ventana de treinta minutos de oxígeno. Lo curioso es que teniendo en cuenta la situación de Rosa, una anciana que vivía sola y con no mucha compañía, se suponía que ella era la que salía ganando con una llamada cada mañana. Una llamada que pregunta por ella y que podría mantener perfectamente una charla de hasta cuarenta y cinco minutos. Pero la verdad es otra, y es que soy yo el que más se alegra de esa llamada. No solo porque me libera durante un tiempo de esa dicotomía laboral, sino porque adoró hablar con ella. Me encanta hablar con una persona que sin conocerme parece que me aprecia por como la trato por teléfono, que se muestra tan amable a pesar de ser un dichoso comercial, porque me pregunta por mis cosas y porque, joder, parecen interesarle. Además no sé como se lo monta pero nunca me pregunta por las mismas. Siempre me pregunta por otras o utiliza una serie de fórmulas interrogativas que me dan la posibilidad de actualizarlas cada vez que hablo con ella. No sé, quizás si que se da cuenta de que la llamo cada día y lo hace por mi propio bien. Tal vez lo del alzheimer fue invención de una vieja con talante que quería volver a sentirse protagonista. Y en tal caso sería yo el que no ve las cosas con la correspondiente nitidez.
En ese caso también le doy las gracias, por ser como ser sabiendo que yo la voy a llamar cada día. De todos modos y siendo esto cierto o no, soy yo el que mas gana con esa llamada. Siempre empezamos del mismo modo y ninguna vez parece acordarse de que ya la he llamado en diferentes ocasiones. Nunca le interesa la tarjeta y lo cierto es que cuando duda, soy yo el que se niega a venderla. No está hecha para Rosa. Ya apenas viaja así que sería un gasto innecesario.
Quizás debería comprarla yo. Quizás debería empezar a viajar un poco. Debería salir esta misma noche y pasar la noche en un hotel de lujo como los que oferto. O salir por la noche barcelonesa y encontrar a alguien. Una chica que me cogiese de la mano y me trajese comida japonesa. Simplemente.
Así dejaría de llamar a Rosa y la llamaría a ella.
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